Sí, tengo 30 años y los viviré a mi manera

La verdad es que nunca tuve buenos hábitos alimenticios. Sin embargo, desde que arrancó esta aventura de mejorar mi estilo de vida, comencé a formármelos desde cero. Le dije a todo el mundo que estaba mejorando mi alimentación. A mi novio, a mis amigos, a mis papás, a la vecina, a su perro. Quería evitar a toda costa perder la motivación y esa “presión social” me parecía positiva. Además, era una forma de poder negarme a comer las cosas que me alejan de mi meta de perder peso sin sonar antipática.

“Sorry, no me anoto para comer hamburguesas hoy, quiero que #Los30MeAgarrenBuena, jaja” les escribía por Whatsapp a mis amigos. Poco a poco la gente fue integrando mi cambio de actitud e incluso ahora hasta me dicen para ir a comer helados de yogur (y somos felices fingiendo que saben igual que un sundae de chocolate con sirope).

Con el tema un poco en broma y un poco en serio del hashtag, sin querer establecí una fecha y una meta: 17 de octubre 2018 y un peso específico: 63 kilos. Es realizable, no tenía, ni tengo la intención de matarme del hambre o vivir de cabeza haciendo ejercicios, porque esa no soy yo.

Todavía prefiero quedarme en casa tirada en el sofá viendo Netflix y comiendo cotufas (popcorn, crispetas o palomitas de maíz, como les llamen en sus países), que sudando en una caminadora (y no hablemos de hacer ejercicios al aire libre ¡es una tortura para mí!), aunque sé bien que la actividad física no es un lujo que le damos a nuestro cuerpo, sino un compromiso de salud y bienestar para toda la vida, también estoy trabajando en encontrar algo que me guste para agarrarle el gustico, ¡poco a poco!

MIS KILOS, MIS TÉRMINOS

La fuerza de voluntad está ahí, solo que se manifiesta de una manera particular. Lo descubrí un domingo de lluvia mientras estaba viendo una película y recordé que me faltaba una hora de ejercicios para cumplir con mi propósito semanal (3 horas y media, nada del otro mundo). La idea comenzó a molestarme y no me dejaba concentrarme en lo que estaba viendo. “Párate, que no vas a regresar a la talla 6 desparramada en el sofá”, “¿Te parece esto un drama?, drama vas a tener cuando recuperes los kilos”. Era mi voz interior, la de los 30 años, mi versión adulta decidida a boicotearme la película dominguera (que he visto unas 7 veces) y hacerme cumplir conmigo misma.

Y vaya que es insistente. Me rendí. Apagué la tele, me vestí con la ropa de ejercicios a regañadientes, tomé mi toalla y salí de la casa arrastrando los pies rumbo al gimnasio Ni estando delgada había tenido ese nivel de compromiso ¡quién me viera, pensaría que soy otra! La motivación me duró poco y me detuve en la puerta del edificio. Regresé al ascensor, abrí la puerta del apartamento… y busqué mis audífonos. ¿Cardio un domingo?, ok, pero la película la veo así sea en el celular desde la elíptica.

Esa tarde comprendí, como si hubiese tenido un momento de iluminación, que este proceso lo voy a vivir a mi estilo.

 AHORA O NUNCA

 Antes de que todo esto de la pérdida de peso comenzara, llevaba meses teniendo muchas preocupaciones e incertidumbres en el trabajo (lo que sospecho, no ayudó a controlar mi debilidad por las harinas y los azúcares). Había intentado manejar la situación sola, conversando obviamente con quienes debía hacerlo en la oficina, pero teniendo como resultado una fuerte desmotivación y unas ganas locas de comerme todo lo que se me atravesara.

Procuraba contarle a mi novio solo lo necesario para no preocuparlo (aunque ya me había dicho que me notaba muy estresada) y evité a toda costa conversarlo con mi familia. Porque la gente adulta no va donde la mamá a que le diga cómo salir de un aprieto, ¿cierto? Además, pensaba que siendo emigrante quejarse por tener problemas en el trabajo es estúpido, ¿no? “No te quejes. Al menos tienes trabajo”, me repetía.

Pero algo dentro de mí me hacía pensar en algunos de mis amigos, que no tienen a sus padres vivos. ¿Cuánto no darían ellos por poder escuchar un consejo de sus papás? ¿Dónde dice que después de cierta edad no puedes buscar su apoyo? ¿En qué cabeza cabe que por ser una adulta eres tú contra el mundo? También me decía que después de 10 años fuera de mi país, de haberme esforzado un montón académica y profesionalmente, estar desmotivada no era un crimen y que mi descontento era más que válido. Aunque tenía estos momentos de lucidez, intenté aguantar lo más que pude.

Pasó el tiempo, y ya estaba metida en mi tema de los 30, cuando en un almuerzo familiar lo solté todo. Creo que hablé sin parar como por media hora. Nadie en la mesa volvió a tocar los cubiertos. Cuando terminé, pensaba que vendría un discurso paterno, pero no dijeron mucho. Me hicieron sentir, eso sí, que tenía su apoyo incondicional. No mencionaron ni una vez qué debía hacer, aunque estoy segura de que lo pensaron. Al contrario, me preguntaron si sabía lo qué quería y para mi sorpresa, con una certeza que no había tenido hasta entonces en mi vida lo dije sin titubeos: ¡Necesito cambiar de trabajo! Así, sin dolor, ni remordimientos ridículos. ¡Me sentí tan ligera diciéndolo en voz alta! ¡Yo haciendo dieta y lo que necesitaba era una liposucción mental!

ESCRIBIENDO MI PROPIA HISTORIA

Y pasó lo obvio, busqué otras opciones. Aunque siendo periodista, en plena transición a la era digital en la que los medios se hacen más pequeños, en un momento de ralentización económica en el país en el que vivo (Panamá) es, por decir menos, una movida arriesgada. Bueno, yo ya había demostrado que era una mujer determinada, si puedo ir a un gimnasio un domingo puedo con esto.

Ya había tomado la decisión de hacerlo y la voz apareció de nuevo: “¿Ajá, y si aprovechamos el impulso y nos ponemos en el camino que es?”. Soy comunicadora social, he trabajado en periodismo y me especialicé en estrategias de mercadeo, pero confieso que nada de eso me acelera tanto el corazón como la idea de dedicarme formalmente a la escritura. “¿Y se vive de escribir?” me autopregunté. Y mi voz, tan decidida, me respondió “¿y le llamarías vivir si no vamos a escribir?”

Me considero fan de mi voz de los 30 años. Eso sí, aparece cuando le da la gana, pero es tan segura de sí misma, conoce tan bien nuestras virtudes y abraza con tanto amor nuestros defectos que le perdono la impuntualidad. Me gusta, porque me hace mirar a la gente a los ojos y no temer a decirles que no a la cara; cosa que le agradezco porque siempre había estado metida en tres mil cosas por la pena a negarme (¿no les pasa?). Estoy enamorada de mi voz de los 30 porque me ayuda a reírme de mí misma y al mismo tiempo tomarme en serio mis ambiciones y sueños. Ambiciones que me han servido para perder la pena, presentar proyectos y conectar con gente que se dedica justamente a lo que quiero.

Ahora estoy convencida de que a los 30 (capaz unos añitos antes si eres precoz, y un par de añitos después si te tomas tu tiempo) ya sabemos qué nos gusta y qué no, qué estamos dispuestas a tolerar o en qué podemos ceder y en qué no, qué tipo de personas queremos tener cerca y a cuáles necesitamos desechar de nuestra vidas, hacia qué dirección debemos movernos en el plano personal, en el sentimental y el profesional y lo mejor de todo: tenemos el ímpetu para hacerlo. No hay tiempo qué perder, el mundo es nuestro.

¿Sobre el peso? Bueno, van 7 kilos y medio. No me detengo pero tampoco tengo apuro, me lo estoy pasando muy bien.

LO QUE HE APRENDIDO HASTA AHORA

  • Para medir un logro necesitas un objetivo claro
  • A los 30 tener lo que la sociedad llama un “buen trabajo” puede no hacerte sentir realizada, y eso está bien.
  • Es un buen momento para detenerte y ver qué puedes cambiar de tu entorno para alcanzar lo que quieres.
  • Puedes tener 20, 30 o 40 años, está bien buscar apoyo en tu familia.
  • Cambiar no significa transformarte completamente en otra persona, sino ser una mejor versión de ti misma.
  • Si ya sabes lo que te gusta y lo que no, ¡dílo!

Fotos: Dani Truzman.

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